sábado, octubre 7
Hasta aquí llegó Buenos Aires... ¡vaya quilombo!
No sabría decir qué tiene... pero evidentemente Buenos Aires tiene algo.
No me pareció una ciudad especialmente bonita a pesar de que tenga rincones encantadores, ni tampoco es limpia, de hecho está muy sucia; las calles son grandes avenidas de muchos más carriles de los recomendables para pasear tranquilamente, es ruidosa, sabe a humo, pobre, vieja, miserable, conserva un aire decadente...
Y sin embargo, seduce. Seduce hasta el punto de enamorar.
Es una ciudad de contrastes. Un lugar donde la clase media prácticamente ha desaparecido; de ahí que los edificios de lujo –con sus cueros, dorados y guardias de seguridad- convivan con otros ruinosos, herencia de años de más esplendor. Es una ciudad preciosa para conocer de noche –en taxi - seguramente porque la oscuridad esconde la suciedad de las calles y porque salvo los cartoneros que la recorren, está desértica. Nadie en su sano juicio sería capaz de imaginar, ninguna noche, lo bullanguera que puede ser esta ciudad de día. A tal punto llegan los contrastes que la ciudad parece una u otra en función del cielo. Con sol y cielo claro, preciosa. Si amanece nublado es fría, muy gris, deprimente, asfixiante...
Hoy, unos cuantos días después, tengo menos dudas. El encanto de Buenos Aires reside en sus gentes. El carácter y la idiosincrasia de los argentinos es único: terriblemente orgullosos de lo suyo de puertas afuera, críticos y folloneros hasta lo impensable de puertas adentro; encantadores con el español –al menos conmigo lo han sido- grandes conversadores, futboleros, tangueros, polémicos tertulianos políticos... Amables, serviciales y educados. Con ese acento tan particular que tanto gusta aquí (¡y viceversa!). Muy familiares. Y capaces, precisamente por todo eso, de hacerte sentir como en casa. Ese es el hechizo de Buenos Aires.
Lo demás... lo demás son fotografías. Pero, en Buenos Aires hay que hacer turismo de gentes y no solo de sitios.